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Una tarde muy calurosa de julio, un médico me soltó un puñetazo que no esperaba:

“Yo, en tu lugar, dejaría de entrenar.”

Me negué a aceptar la realidad. Pero, en el fondo, reconocí el patrón: ya me había pasado antes. Primero una lesión me sacó del campo como jugador. Ahora otro tipo de lesión me apartaba de la profesión que había elegido: ser entrenador.

Volví. No al banquillo, sino a la banda. Desde ahí vi a mi equipo, transformado en un zombi mecánico. Hasta que un de mis (ex) jugador se acercó y me soltó:

“Te echamos de menos, míster. Aquí ya nadie es feliz. Todo es ordeno y mando.”

Esas palabras se quedaron dando vueltas en mi cabeza. Hasta que entendí que la diferencia entre ser un buen entrenador y un entrenador común está en la capacidad para liderar equipos. Inspirar. Motivar. Comunicar. En manejar emociones, propias y del equipo, bajo presión. Esa había sido mi profesión y, solo cuando me alejé, lo descubrí. El trabajo de un entrenador es transformar a un grupo en un equipo. El trabajo de un líder, transformarlo en un gran equipo.

Desde ese día, me dedico a ayudar a entrenadores a desarrollar su liderazgo e inteligencia emocional.

Los buenos equipos dependen de tácticas. Los grandes equipos dependen de su líder.

Y los líderes no nacen. Se entrenan.

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